¿Por qué ha fracasado Copenhague?
Agenda Viva. Primavera 2010
Pedro Cáceres
La Cumbre del Clima de Copenhague, recientemente celebrada, ha terminado dejando una sensación de fracaso. Los 192 países reunidos no pudieron firmar el tratado internacional para la reducción de gases de efecto invernadero que se habían comprometido a alumbrar. El juicio negativo llegó de todas partes. Desde la sociedad civil, desde luego, pero también desde la ONU, la UE y numerosos Estados de todo el mundo, que han reconocido que “no ha sido lo que se esperaba”. Pero hay voces menos rotundas que afirman que la cumbre ha aportado hechos positivos y deja abierto un camino para progresar. Según este punto de vista, no se trataría, pues, de un fracaso, aunque sí de una enorme decepción. Lejos del blanco o el negro, Copenhague habría sido gris.
Para comprender lo ocurrido, hay que tener claro qué esperábamos y qué hemos conseguido. Copenhague ha sido el punto culminante de una carrera que comenzó en la Cumbre de Río de 1992, cuando se creó la Convención Marco de Cambio Climático de la ONU. Desde entonces se sucedieron las reuniones, y en una de ellas, la de Kyoto, en 1997, un grupo de 40 países puso en marcha un compromiso de reducción de emisiones válido para el período 2008-2012. Se trataba ahora de crear un nuevo protocolo que abarcara el período posterior, 2012-2020, y en el que no estuvieran sólo aquellos 40 países, sino todos los del mundo.
Estaba, además, el imperativo de hacerlo. La cumbre de Bali, en 2007, fijó una hoja de ruta para que en 2009, en Copenhague, todos los países firmaran un tratado internacional que tuviera tres características: vinculante en su forma jurídica, ambicioso en los objetivos de reducción de emisiones y justo en el reparto de cargas. En el fondo, lo que se estaba pidiendo era una revolución sin precedentes, un cambio de modelo energético y una renuncia al paradigma que ha movido la economía durante los últimos siglos, el de los combustibles fósiles. Era tanto como pedir la Luna, y es lógico que muchos pensaran que lograrlo era imposible.
Y así ha sido, pues la cumbre terminó con un documento de mínimos que no es ni vinculante ni ambicioso ni justo. En lugar de un tratado internacional, es decir, un “œcontrato” de obligado cumplimiento, tenemos un Acuerdo de Copenhague, del que todos los países dicen “œestar enterados”, pero que no compromete a nadie. Sobre la reducción de emisiones, se dice que se intentará que la temperatura no suba más de 2º C, pero las ofertas en cuanto a la rebaja de emisiones por parte de cada país no bastan para lograrlo. Y, por último, respecto a la “œjusticia”, hay decenas de países que piensan que han sido traicionados por la comunidad internacional.
¿Hay algo positivo? Sí. A pesar de todo, por primera vez todos los países coinciden en que hay que actuar. EE.UU. y China, que juntos producen el 50% de las emisiones, estuvieron en Copenhague. No se discute sobre lo principal, sino sólo “œel precio” a pagar y quién lo paga. Pero eso es mucho, porque hace un año, por ejemplo, los EE.UU. de Bush negaban que el cambio climático existiera. Con ese logro, el de estar todos juntos por primera vez, aunque sea para no hacer nada, es con lo que tenemos que quedarnos. Y con la promesa de que ese Acuerdo de Copenhague se convertirá en un Tratado Internacional en una próxima reunión.
Aun así, la cumbre ha abierto un nuevo y preocupante campo de preocupación, como es el deterioro del papel de la ONU y la pérdida de respeto a la sociedad civil. Durante la cumbre se reprimió a quienes pedían en la calle que los políticos actuaran, se expulsó de la sede de reuniones a los observadores de las ONG y Dinamarca encarceló durante 21 días a los activistas de Greenpeace que alzaron una pancarta durante la cena de jefes de Estado. Además, la cumbre se vio golpeada en su esencia democrática, porque el Acuerdo de Copenhague no surgió de la asamblea de países, como es de rigor en estos encuentros de la ONU, sino de una reunión de EEUU con un grupo de Estados poderosos. Algo que fue denunciado por cinco países como un “œgolpe de Estado” a las Naciones Unidas.
Son estas tendencias autoritarias las que no tienen el color gris de Copenhague, sino el rojo de la señal de emergencia.
Teresa Ribera
Secretaria de Estado de Cambio Climático. Ministerio de Medio Ambiente y Medio Rural y Marino.
Copenhague ha quedado muy por debajo de que lo que esperábamos y necesitábamos. Sin embargo, el acuerdo político alcanzado cuenta con el compromiso personal de un número muy importante de primeros ministros, que representan más del 80% de las emisiones a escala global e incluyen a todos los de los grandes países emisores. Contiene además los pilares básicos de cooperación a medio y largo plazo sobre los que seguir construyendo para garantizar que el incremento de la temperatura no supere los 2º C, y algunas decisiones importantes que permiten la acción inmediata en términos de solidaridad con los más vulnerables.
Por primera vez, algo que hasta hace poco parecía imposible es realidad: los grandes países emergentes y EE.UU. asumen el compromiso de reducir emisiones ante la comunidad internacional y aceptan el principio de transparencia al someter su actuación a reglas de verificación internacional.
Ahora debemos pasar a la acción. Sólo por esa vía lograremos recuperar la confianza y facilitar el incremento del compromiso. Será necesario un impulso para la inmediata puesta en marcha del acuerdo, así como el desarrollo de aquellas cuestiones todavía poco precisas. Los compromisos anunciados por los países que han apoyado Copenhague encauzarán y se materializarán en acciones que orienten la economía hacia ese cambio de modelo energético y de crecimiento. El respaldo de los países emergentes al Acuerdo de Copenhague es un paso clave hacia dicha dinámica de cambio de modelo a escala global, incorporando las políticas de cambio climático a su esquema de desarrollo económico.
La Unión Europea debe facilitar esa tarea e impulsar nuevos enfoques complementarios para incrementar nuestros objetivos de mitigación a través de esquemas sectoriales en los ámbitos de la aviación y forestal, mediante la cooperación regional, y el impulso de la cooperación tecnológica y el diseño de herramientas de financiación a largo plazo.
Quizás en Copenhague faltó madurez para la adopción de un acuerdo más potente, pero el Acuerdo de Copenhague señala el camino sobre el que todos los países deben profundizar para construir un acuerdo global, ambicioso, equitativo, en sintonía con lo que exige la ciencia. No es el momento de insistir en reproches sino el de identificar el interés común, el tiempo de la acción y la búsqueda de esfuerzos en beneficio de todos, especialmente de los más vulnerables.
Carlos Fresneda
Corresponsal en Nueva York del diario El Mundo, colaborador de Integral y autor de “œLa vida simple”. Está especializado en temas de medio ambiente y comparte con Manolo Vilchez el blog YoCambio.org (premio Biocultura a la mejor iniciativa ambiental en la web en el 2009). Actualmente trabaja en dos proyectos paralelos: “En la ruta verde/On the green road” y “EcoHeroes”, junto con el fotógrafo Isaac Henández.
En Copenhague, las fuerzas del cambio se estrellaron sin remedio contra el muro del inmovilismo. La resistencia al cambio, mal que nos pese, está muy arraigada no sólo entre la clase política, sino también en una sociedad atenazada por la incertidumbre económica y amordazada por unos medios de comunicación al servicio de intereses muy concretos: los mismos que impiden la transición hacia las energías limpias desde hace más de tres décadas.
La cumbre estuvo precedida, no lo olvidemos, por el supuesto escándalo de los e-mails de la Universidad de East Anglia (astutamente bautizado por la prensa conservadora como el “œclimategate”). Fue sin duda el golpe de gracia de la campaña de desinformación financiada desde hace tiempo por la industria de los combustibles fósiles y documentada por James Hoggan en DeSmogblog.com.
La credibilidad de los científicos fue la principal víctima de Copenhague, aunque la cobardía de los políticos no se quedó detrás. La postura ambivalente de Obama, que decidió “œvaciar” la cumbre con un mes de antelación, contribuyó también al marasmo final. Entre todas sus promesas de cambio que han caído en saco roto, la del cambio climático es acaso la más apremiante y bochornosa.
Aunque no toda la culpa es suya. Al fin y al cabo, Obama ha sido tan sólo cómplice del Congreso norteamericano, estrangulado por los lobbys del petróleo y del carbón “œlimpio”. En última instancia habría que apuntar también a la amplia mayoría de ciudadanos de los EE.UU., que no sitúan el cambio climático ni siquiera en el “œtop ten” de sus prioridades.
La Unión Europea y China no han salido indemnes de Copenhague, pero si un país pudo cambiar definitivamente la partida fue Estados Unidos, y todos los dedos (como ocurrió con Kioto) volverán a apuntar tarde o temprano en esta dirección. El problema está tan arraigado que la Asociación Psicológica Americana ha indagado en por qué los estadounidenses no adaptan “sus hábitos de consumo a la evidencia del cambio climático”.
Pero la esperanza “”incluso en la era de Obama”” es lo último que se pierde, y la respuesta está empezando a surgir a nivel local, en ciudades como Portland, Seattle o Madison, con movimientos como las ciudades en transición, las ciudades post-carbono o las ciudades “œresilientes” que están empezando a adaptarse a los retos del cambio climático frente a la ceguera de los políticos y a la codicia de los de siempre.
José Garriga Sala
Es economista por la Universidad de Barcelona. Ha sido el primer director de la Oficina Catalana del cambio climático y ha participado activamente en la creación de la aplicación de la normativa europea del mercado de derechos de emisión. Así mismo durante estos años ha colaborado en Cataluña para poner las bases de una lucha efectiva contra el cambio climático, tanto en el campo de su mitigación como en la adaptación.
La conferencia sobre cambio climático el pasado diciembre en Copenhague se puede considerar un fracaso desde la óptica parcial de los países de la Unión Europea y sobre todo una decepción por el papel de la Unión Europea en su conjunto.
No obstante desde la óptica de otros países (EE.UU. China, Brasil, India y Sudáfrica) esta visión debe ser muy matizada ya que para ellos los resultados de la conferencia no han sido un fracaso sino todo lo contrario. Desde una visión global a nivel mundial de la lucha contra el cambio climático dentro de las Naciones Unidas, el éxito o fracaso de la misma deberá ser evaluado en un próximo futuro a la vista de los resultados reales y efectivos de dicho proceso.
El acuerdo político de última hora alcanzado en una reunión de EE. UU. China, Brasil, India y Sudáfrica sin la presencia de ningún otro país ha sido en realidad el único acuerdo tangible de la Conferencia de Copenhague, al que se han adherido como un mal menor las mayoría de países presentes, ha excepción de unos pocos capitaneados por el grupo de países sudamericanos ALBA, con Cuba y Venezuela a la cabeza.
Como temas importantes a tener en cuenta dentro del acuerdo se pueden enumerar los siguientes:
a) La adhesión de la mayoría de los países del mundo al acuerdo es algo bueno en sí mismo.
b) El objetivo de no superar en 2º C de manera global la temperatura media del planeta y la consideración de la ciencia como asesora de todo este proceso.
c) El tema financiero a corto y largo plazo, que a pesar de ser insuficiente y falto de concreción en su manejo, no deja de ser un avance aunque tímido en la buena dirección.
d) La consideración de la necesidad de compensar las acciones que los países en desarrollo hagan para evitar la deforestación, reed plus.
e) Los dos anexos del acuerdo con obligaciones para los países desarrollados y compromisos de acciones voluntarias para los países en desarrollo, que han empezado a ser completados a partir del pasado 31 de enero.
En resumen Copenhague ha supuesto un cambio sustancial del proceso de la lucha contra el cambio climático, sus consecuencias positivas o negativas se verán en los próximos años y ello dependerá en gran medida del posicionamiento de los EE.UU., por un lado, y de China y otros países por el otro. Copenhague no es el final del proceso sino un pequeño primer paso para un futuro al que todos deberemos contribuir.
Juan López de Uralde
Director ejecutivo de Greenpeace España
Cuando el pasado mes de diciembre los líderes mundiales se marcharon de Copenhague sin haber alcanzado un acuerdo en la Cumbre del Clima todos salimos perdiendo, pero, sin duda, quien más perdió fue el planeta.
La Cumbre de Copenhague ha sido un paso más dentro de un largo proceso que se inició en la Cumbre de Río de Janeiro en 1992, cuando la ONU y casi todos los Estados entendieron que había que hacer algo para evitar un cambio climático devastador. Los siguientes pasos fueron el Protocolo de Kioto, firmado en 1997, que entró en vigor en 2002, y la cumbre de Bali en 2007.
De Copenhague esperábamos un acuerdo vinculante, justo y ambicioso; que incluyera compromisos como la reducción en un 40% de las emisiones para 2020 en los países industrializados; la reducción también de países emergentes (China, India, Brasil…); un fondo de financiación para promover cambios en política energética y el frenado de la deforestación de los bosques tropicales.
Lamentablemente lo que salió fue una simple “œdeclaración política” que propone que no se superen los 2º C de aumento de temperatura y que ofrece un acuerdo de financiación de hasta 100.000 millones de dólares para facilitar la transición de las economías menos desarrolladas.
Los factores que han provocado este monumental fracaso han sido varios, pero entre los más importantes cabe destacar:
1. La falta de voluntad de China, EE.UU. y la Unión Europea.
2. La falta de un liderazgo internacional: desde el momento que Obama no muestra signos de avanzar, el proceso queda paralizado, además, la Unión Europea tampoco quiso liderar el proceso y no surgió ninguna opción alternativa.
3. El papel jugado por el poderoso lobby de la industria, que movilizó ingentes recursos para impedir que se alcanzara un acuerdo que limitara las emisiones.
4. El desastre organizativo y la persecución de la sociedad civil por parte del Gobierno danés.
Así las cosas, ¿qué podemos hacer ahora? Desde Greenpeace pensamos que es necesario focalizar la lucha en la consecución de objetivos globales a nivel local, incrementar la presión sobre Estados Unidos y China, forzar a un mayor compromiso de la Unión Europea, alzar la voz contra los intereses que se esconden tras el negacionismo climático y, sobre todo, continuar construyendo un movimiento ciudadano global capaz de enfrentarse a este problema con éxito.
Jordi Roca Jusmet
Catedrático del Departamento de Teoría Económica de la Universidad de Barcelona. Coautor del libro Economía ecológica y política ambiental (Fondo de Cultura Económica). Entre sus artículos recientes destacamos sus contribuciones a los libros El final de la era del petróleo barato (J. Sempere, y E. Tello, E. [coords.], Icaria) y Economía ecológica: reflexiones y perspectivas (S. Ãlvarez Cantalapiedra y O. Carpintero [coords.], Círculo de Bellas Artes de Madrid).
La cumbre de Copenhague ciertamente fracasó al ser incapaz de pactar un compromiso cuantitativo de reducción de emisiones que suceda al protocolo de Kyoto y limitarse a una declaración de intenciones muy vaga y no vinculante. Además, el método de decisión, basado en un acuerdo previo entre unos pocos países, sienta un nefasto precedente: si lo que se quiere evitar es el bloqueo que puede suponer el sistema de consenso, se debería pasar a un sistema de mayorías cualificadas pero no a la marginación de la mayor parte de países.
En mi opinión, y ante la gravedad del problema del cambio climático, lo mínimo exigible era un acuerdo que superase a Kyoto en cuatro aspectos: 1) acuerdos vinculantes e incondicionales en el marco de la convención marco para los países con mayores emisiones per cápita (los que se llamaron del anexo 1) y que incorporase a los Estados Unidos; 2) compromisos de reducción ambiciosos para estos países; 3) sanciones efectivas para los que incumplieran el acuerdo; 4) mecanismos para fomentar menores emisiones (y evitar la deforestación) en el resto de países, que se añadieran a los esfuerzos de los países más contaminadores en vez de servir “”como pasa con el “œmecanismo de desarrollo limpio””” de coartada para hacer menos esfuerzos.
Además de la complejidad de un acuerdo internacional entre países tan diversos en sus responsabilidades en cuanto a los efectos previsibles del cambio climático, el principal factor del fracaso ha sido, en mi opinión, la falta de voluntad (¿imposibilidad?) política de los Estados Unidos de integrarse en un acuerdo multilateral; al fin y al cabo, anuncios como el de China de reducir significativamente su intensidad en emisiones podrían ser un buen punto de partida. Ciertamente, las emisiones mundiales futuras dependerán sobre todo de lo que pase en países como China e India y no será en absoluto suficiente con que reduzcan las emisiones por unidad de PIB; según el certero principio de las “œresponsabilidades comunes pero diferenciadas”, los países más ricos deben comprometerse sin condiciones a unos objetivos de reducción ambiciosos. Ellos son responsables de la inmensa mayoría de las emisiones históricas que afectan y afectarán a todos y con mayor virulencia a los pobres del mundo.
Carmen Velayos Castelo
Profesora titular de Filosofía Moral en la Universidad de Salamanca. Su especialidad es la ecoética y la ética climática. Entre sus publicaciones, se puede destacar Ética y cambio climático, Bilbao, Desclée, 2008.
Siempre hemos creído que el ser humano es inteligente, un ser especial, dotado de un halo divino. Pero experiencias como la que nos ocupa desmienten esa inteligencia. Más bien somos tontos, muy tontos: degradamos aquello que nos permite ser lo que somos: unos seres entrañables a pesar de nuestra falta de sentido ¿común?
¡Está bien!, me dirá alguien, ¡una especie capaz de predecir el momento y lugar de la caída futura de un meteorito sobre la Tierra o de crear vida animal a partir de una célula, puede afrontar una crisis climática como ésta! Pero no es exactamente un problema de racionalidad teórica sino práctica. Tiene que ver con el cómo actuar y no con el cómo son las cosas. Podemos empezar a ver la crisis y no hacer lo suficiente, sobre todo porque tenemos que llegar a acuerdos.
Tanto en lo individual como en lo colectivo, el ser humano fracasa a veces a la hora de tomar las mejores decisiones, es decir, aquellas más acordes con sus mejores juicios teóricos (sabe que no es bueno fumar, pero fuma; sabemos que han de reducirse las emisiones, pero no llegamos a acuerdos vinculantes).
Creo que el primer eslabón del problema tiene que ver con dos hechos que afectan todavía a la racionalidad teórica: la percepción del problema y la comunicación del mismo. Los humanos, ya lo sabemos, tendemos a no creer aquello que no deseamos (autoengaño). Y, además, el problema climático se ha comunicado muy mal, invitando a percibirlo como algo menos serio de lo que realmente es.
Por si fuera poco, esta equivocada percepción del problema hace que todavía se entienda como un problema futuro, creyendo que aún hay tiempo. Esto ha llevado a los Estados a tensar la cuerda un poco más retrasando la inevitable toma de decisiones.
Pero quizás el problema más serio se expresa bien mediante la clásica tragedia de los comunes, planteada por Garrett Hardin en un artículo del mismo nombre en 1968. La atmósfera es común y todos debemos actuar para evitar la catástrofe. Cooperar es fundamental para evitar el daño propio, no sólo el de los demás. Pero para actuar necesitamos ser conscientes de que los otros también lo harán, pues si sólo algunos actúan bien, lo común se colapsará igualmente. El esfuerzo a corto plazo es grande para los Estados y es preciso confiar en que todos participarán. El ser humano es un ser recíproco; y mucho más lo son los Estados. Y esta es la clave del fracaso de Copenhague: asumir nuestra responsabilidad común pero diferenciada “”la de todos”” exigiría confiar desde el principio en que los demás Estados también lo harán.